El riesgo de abandonar los acuerdos de convivencia

El intento de magnicidio a Cristina Kirchner dejó en evidencia que la polarización llegó a su máxima expresión.

El País 07/09/2022
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Reclamar una reedición de los acuerdos de la Moncloa es deporte nacional. Es un reclamo distraído: nuestros acuerdos ya fueron.
El más importante lo firmaron Carlos Menem y Raúl Alfonsín en Olivos en 1993. Se consagró un año después en la Convención Constituyente de Santa Fe. La reforma consolidó el compromiso de no agresión entre las principales fuerzas políticas mientras trataba de eternizar el duopolio radical-peronista en la competencia presidencial y en el Senado.

El entendimiento entre los grandes partidos argentinos incluía un capítulo económico y una posición sobre la violencia política reciente. La Convertibilidad no había surgido de una negociación intersectorial ni interpartidaria pero para el momento en que se aprobaba la nueva Constitución se había convertido, sino en tabú, en objeto de culto difícilmente cuestionable. Los indultos que decidió Menem, aunque continuaban la línea iniciada con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, fueron duramente criticados por casi toda la oposición. Sin embargo, a pocos años de ser emitidos, eran pocos los políticos que acompañaban a las organizaciones del movimiento de derechos humanos en su reclamo de reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad.

Lealtad constitucional, previsibilidad macroeconómica y represión criminal sin castigo: el consenso interpartidario local se parecía bastante a los acuerdos de la transición española. La generación de lideres políticos que suscribió la versión local de esos acuerdos cayó junto con la Convertibilidad.

Los gobiernos del Frente para la Victoria reorganizaron el escenario político después de esa caída. Defendieron la preminencia de los criterios políticos sobre la autonomía de la política económica. Impulsaron la reapertura de los juicios después de la declaración de inconstitucionalidad de las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final y, tras el enfrentamiento con los productores agropecuarios por la resolución 125, reactivaron la asociación entre la identidad peronista y la redistribución progresiva y, con ella, la confrontación identitaria entre el peronismo y el anti-peronismo.

Cada una de estas decisiones trazó un mapa que dividió las opiniones y las lealtades en segmentos superpuestos: peronismo, Memoria, Verdad y Justicia y redistribución progresiva, de un lado; anti-peronismo, perdón para el terrorismo de Estado y resistencia a la redistribución, del otro.

La división del espacio político en bloques homogéneos conspira contra el mantenimiento del acuerdo de convivencia. Cuando no hay lealtades cruzadas, cuando todos los conflictos políticos relevantes agrupan a la gente del mismo modo, cada discusión activa los mismos sentimientos de empatía y las mismas percepciones de amenaza. Todas las discusiones tienen eco. Los votantes que organizan sus opiniones de acuerdo con estas coordenadas son susceptibles, fácilmente irritables y fáciles de movilizar.

Por el mismo motivo, son votantes celosos y exigentes: premian la lealtad grupal y castigan las declaraciones y los comportamientos que pueden ser percibidos como una concesión a los adversarios partidarios, por ejemplo, una declaración de repudio a un intento de asesinato a una vicepresidenta en ejercicio.

Los desvíos del pacto de competencia leal no tienen la misma frecuencia en todos los partidos. Hemos observado procesamiento de funcionarios de administraciones anteriores durante todos los gobiernos. Prisiones preventivas bajo el pretexto extravagante de que un ex funcionario puede ejercer una influencia residual que le permita obstaculizar una investigación ocurrieron solamente entre 2016 y 2019. La persecución judicial de personas públicas es un evento extraordinario que suele implicar una presentación pensada. El traslado de excavadoras para buscar presuntos tesoros enterrados o el uso de cascos y chalecos antibalas para el traslado de detenidos se han visto solo durante la administración de Cambiemos y en perjuicio de ex funcionarios de los gobiernos del Frente para la Victoria. Parecen más bien usarse para sembrar en la opinión pública, independientemente de toda prueba, la certeza de culpabilidad y la demanda de una condena.

La inclinación a respetar el compromiso de no agresión depende de dos condiciones: el valor que para uno tiene la reciprocidad de los adversarios partidarios y el riesgo que para uno entraña una potencial interrupción del orden constitucional.

En su estudio sobre la polarización partidaria en Estados Unidos, los politólogos Jacob Hacker y Paul Pierson observan que los miembros de partidos que apuntan más a debilitar que a reforzar las capacidades regulatorias de los Estados deberían valorar menos la cooperación de sus colegas de otros partidos porque están más en el negocio de bloquear que en el de facilitar decisiones. Siguiendo este razonamiento, esperaríamos que la dirigencia de las agrupaciones de derecha asuma el riesgo de violar los pactos de convivencia partidaria con más entusiasmo que quienes militan en otros partidos.

En la historia de las interrupciones constitucionales argentinas, la represión se orientó más frecuentemente hacia dirigentes de partidos populares y la colaboración se buscó más habitualmente entre miembros de agrupaciones de centroderecha. La amenaza potencial de la interrupción constitucional no afecta a todos los partidos de la misma manera. No sorprende observar, entonces, que las declaraciones y los recursos que erosionan la convivencia entre los partidos y facilitarían una interrupción constitucional sean mucho más frecuentes en las agrupaciones de derecha que en el resto del espectro político.

Sostener la cooperación interpartidaria y la competencia leal es más difícil cuando los partidos se apoyan sobre una sociedad partida. Este no es un problema exclusivo de nuestro país. Afecta, con intensidad, a todas las sociedades occidentales. Para que los actores políticos y la gente sigan eligiendo la democracia, el peor de los resultados, la derrota electoral, tiene que ser de todos modos preferible al mejor resultado bajo un orden autoritario.

Alimentados por la hostilidad y la sensación de amenaza, sectores minoritarios pero activos e influyentes tanto del electorado como de la dirigencia parecen estar rehaciendo sus cálculos. Va a ser necesario poner en juego todo lo aprendido en estos cuarenta años de democracia y todo el poder político que pueda reunirse para neutralizarlos.

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