

Los datos revelan que a la mitad de la población las elecciones no le interesan, menos las intermedias y ya hasta con consignas repetitivas. Entonces parecía dado para un triunfo sino derrapa el dólar, para el oficialismo. Solo votan los fans y el faltazo se sumaría a un desconcierto que impera desde hace tiempo.
Es como siempre, gobernar el caos. Eso parecía. Pero la hermana Karina cocinó las listas y parece que no fue gratis.
Un nuevo esquema de recaudación en un gobierno, vaya novedad, con una ruta del dinero, que coincidiría en la K, termina de romper el aura. La ficha limpia seguro que sale más.
Lo que se sabe, se filtra desde adentro. El fuego amigo, el más inflamable. El olor a goma quemada no vino de los piquetes: vino de autos que salieron a desde Nordelta, con dólares. El riesgo de los advenedizos como solución para una crisis de representación.
El Estado no es sí o no, es inevitable. Sostenido en acciones cotidianas. Destruimos la educación, la salud y el espíritu comunitario que sobresalian. Convertimos a nuestro país en una sociedad dividida por imbeciles y transformamos a la clase media en jubilados sin remedios.
El Gobierno está mucho más sucio que los tuits de Milei. Es una línea que conecta el bardeo a un autista y los negociados desde la Agencia Nacional de Discapacidad. Una corrupción que involucra al fentanilo.
La política es un dispositivo de repetición, la novedad se vuelve rutina, cada liderazgo termina en desgaste.
En la Argentina, los presidentes suelen presentarse como la ruptura con el pasado. Prometen un nuevo comienzo, una escena inédita. Sin embargo, a poco de andar, la novedad se consume y reaparece la sensación de haber estado antes. Es cuestión de tiempo.
Así, cada presidencia es una nueva versión de un viejo drama: la ilusión de que esta vez será distinto, seguida por la constatación de que el escenario es el mismo. El tiempo político no avanza en línea recta, es un espiral.
El 20 de agosto escribíamos sobre los vetos:
La falta de empatía es ya un fenómeno que aparece cada vez más nítido. Los insultos de Milei y el monoargumento “no hay plata” pierden efecto y dejan de ser vistos como algo disruptivo.
La curiosidad o impacto inicial, hoy es leído como forma de espectáculo sin sustancia. Hay aislamiento, falta de conexión con la vida cotidiana y ausencia de gestos que muestren sensibilidad o comprensión del sufrimiento social ante la angustia y el deterioro económico.
Argentina vive un momento de incertidumbre, vaya novedad. Nadie se juega del todo. Todos esperan y gambetean el presente con las reglas, que cambian todo el tiempo. Por las malas, el sistema está ordenado. Este es un activo apreciado entre los que ven un sentido práctico en su voto. Por lo menos no es el lío de lo anterior. Hay que ver qué descalabro pesa más, el recuerdo de lo anterior o la calma del presente.
La falta de autocrítica del espacio político que gobernó puede significar también la ausencia de un proyecto. Más de lo mismo, pero desgastado.
La oposición no logra transicionar desde esa oferta, típica, a una subordinada al orden macroeconómico. Las opciones que fueron una novedad dejan de serlo ya que se comportan cada vez más como casta y a la vez esa oposición, es percibidas aún como responsables del déficit fiscal y la inflación.
La otra novedad, aparte de Milei fue el ausentismo electoral. Está simultáneamente contra la casta y contra las impericias de un gobierno que los defraudó.
Ya se empiezan a notar los límites. La pregunta es qué viene después. Lo único que blinda a un personaje como Milei es el abismo. Si la gente pudiera elegir lo haría por una opción mejor. El desafío es el después. Bajó, pero no se derrumbó. Aún.