

La relación de las comunidades ribereñas con el río Atrato fue forjada desde hace cientos de años. Sus aguas son para muchos una extensión de su propio cuerpo. Una extensión de mercurio y cianuro. Azotada por el sonido tosco de las retroexcavadoras, de las sierras eléctricas y otras máquinas pesadas de empresas mineras, o delincuentes a sueldo, en busca de madera y oro.
A lo largo de 2014, diversas comunidades del Chocó, una región bordeada por el mar Pacífico y atravesada en gran parte por el Atrato, decidieron poner fin a esta crisis ambiental con la guía jurídica de la fundación Tierra Digna. La Defensoría del Pueblo registró ese mismo año la muerte de 34 niños de la etnia embera-katío como consecuencia de la contaminación que dejaban los vertidos químicos en las aguas del río más caudaloso de Colombia.
Así fue como en 2015 el conjunto de organizaciones aglutinadas en el Foro Interétnico Solidaridad presentó una demanda contra el Estado colombiano a fin de salvaguardar el río. Se trataba de una acción legal inédita y llena de matices, porque se enfrentaban dos visiones del mundo, sino contrapuestas, sin duda muy alejadas. Andrea Torres describe, por un lado, una legislación clásica occidental, bastante marcada por el ímpetu desarrollista, en contraste con una serie de tradiciones ancestrales donde animales, bosques y ríos se funden con seres con alma y voluntad.
En principio, dos tribunales desestimaron la demanda. El caso pasó a manos de la Corte Constitucional, y el 30 de abril de 2017 una sentencia histórica instó a las autoridades ambientales a adquirir el compromiso de proteger, mantener y recuperar el río Atrato. Tras el Ganges, en la India, y el Whanganui, en Nueva Zelanda, era la tercera vez que un río recibía derechos jurídicos como cualquier otro ser humano.
En Colombia siete mujeres y siete hombres fueron delegados como “guardianes” de una de las mayores cuencas fluviales del mundo, con 750 kilómetros de cauces que arrancan en la cordillera occidental de los Andes y desembocan en un recodo del mar Caribe. Ellos, junto al Ministerio de Medio Ambiente, son sus apoderados ante los tribunales y garantes de que la sentencia se cumpla.
Los guardianes del Atrato tienen hoy “ocho órdenes” a su cargo. Las tres más urgentes son la descontaminación del río, seguida por la restauración, a partir de una visión nativa de las costumbres de las comunidades, y limitar la explotación minera, legal e ilegal, que se ha desbordado de forma dramática en los últimos tiempos.
Por el simple hecho de existir
En la práctica, explica el experto en Derecho del Medio Ambiente Mauricio Madrigal, se trata de un cambio de paradigma: “Se reconoce el desarrollo teórico de los derechos bioculturales a partir del biocentrismo y su uso como puente administrativo para declarar al río como sujeto de derechos”. La ley reconoce al Atrato dentro del ordenamiento jurídico por el simple y complejo hecho de existir, como fuente vital para la vida del planeta, más allá de la utilidad que pueda suponer para los pobladores, los encargados de salvaguardar su buena salud junto al Estado.
La sentencia rompe con la declaración de Río de Janeiro y con la mayoría de tratados internacionales en materia de medio ambiente al reconocer la pluralidad de pensamiento y de “distintos vínculos entre culturas diversas y su entorno”. La relación con el medio ambiente, sostiene, no tiene la misma lógica para todas las comunidades. En muchos casos, la etiqueta de “recurso natural” se queda corta y por eso la declaratoria busca reconocer la íntima conexión entre las comunidades pesqueras y el ecosistema.
El Chocó es una de las zonas más ricas en minerales y madera de Colombia, muy apetitosa para las multinacionales extranjeras. También es una de las dos regiones más pobres, con un atraso histórico en infraestructura y cifras pavorosas de violencia.
El proceso no se redujo “a la socialización de un fallo”, sino, más bien, a la “construcción de una forma de vida”. Mauricio Madrigal, director de la Clínica Jurídica de Medio Ambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes, resalta que el gran logro ha sido entregar la gobernanza a las comunidades y priorizar sus derechos bioculturales, violados, según la sentencia, de manera sistemática y masiva.
Las multinacionales siguen con sus proyectos
¿Qué sucedió desde entonces? Así como el entusiasmo de los pobladores fue reflejados en medios internacionales, el alcance de la sentencia se ha enfrentado con los obstáculos de la realidad colombiana. Madrigal cuenta que los recursos para sacar adelante al agonizante río estuvieron estancados durante unos años. Y los procesos de descontaminación y el freno de la minería ilegal aún son un anhelo lejano.
Desde la fundación Tierra Digna añaden que el problema central radica en que al Estado colombiano le ha “costado mucho dejar de lado un espíritu de desarrollo económico netamente extractivista”. La traducción de una nueva figura jurídica al mundo de las políticas públicas tradicionales no ha sido fácil y los niveles de mercurio en el Atrato, según estudios de la Universidad de Cartagena, siguen siendo altos.
Las grandes multinacionales, como la sudafricana Anglo Gold Ashanti, la canadiense Continental Gold o la estadounidense Newmont también siguen adelante con sus proyectos. Estas corporaciones son titulares de casi la mitad de los títulos mineros ya otorgados. Sus trabajos, permitidos por una legislación ambiental que no se cumple, constituyen un riesgo evidente para la defensa del río.
Lo que reconoció la Corte Constitucional fue una unidad entre el hombre y la naturaleza y ese antecedente es valioso para el futuro, pensando en nuestro país y la iniciativa sobre el Río Paraná.