
Cómo frenar a Putin
La invasión de Ucrania es una amenaza para la seguridad del mundo. Autores especializados en historia y política rusa proponen posibles vías de solución.
Sociedad 27 de marzo de 2022
“Debemos intentar comprender la compleja historia del imperialismo ruso”
Catriona Kelly es profesora honoraria de cultura rusa y soviética e investigadora senior en el Trinity College de Cambridge y autora de St Petersburg: Shadows of the Past (San Petesburgo: Sombras del pasado).
Salí de San Petersburgo el pasado 22 de febrero y llegué a Londres apenas 27 horas antes de que las tropas rusas cruzaran la frontera con Ucrania. Hacía días que estaba segura de que la invasión se produciría. La cuestión era a qué escala. Había leído especulaciones en la prensa rusa sobre la intención de ocupar todo el país. Seguramente aquello era imposible… De todos modos, con mis amigos en Petersburgo brindamos con el viejo brindis soviético “¡Por la paz!”, aunque dicho en voz baja.
Lo ocurrido desde ese momento destruyó la esperanza y confirmó el miedo. Este ataque no provocado, brutal y chapucero contra un vecino cercano fue el peor desastre de la política exterior rusa en décadas. Para los que conocemos y amamos Ucrania, pero también Rusia, es una tragedia tan personal como humana. Un gran número de rusos no apoya la guerra, que también es un ataque a la independencia de Rusia. Muchos huyen de su patria, cada vez más hostil, hacia donde aún haya vuelos y las fronteras estén abiertas.
Aunque comparto el escepticismo de Tolstoi sobre el impacto del individuo en la historia, en gran medida esta guerra es de Vladímir Putin. Decidido a revertir la entropía de la que culpa a Gorbachov, Putin cree en la unidad transhistórica de la Gran Rusia, la Pequeña Rusia y la Rusia Blanca. Ucrania como tal no existe.
En el mejor de los casos, “Pequeña Rusia” es una provincia que tiene derecho a sus propias tradiciones pintorescas. Pero autonomía equivale a deslealtad. Los que la buscan son “nazis”. El término asimila a los defensores de la independencia ucraniana con los invasores derrotados por la Unión Soviética (léase, Rusia) en la gran guerra patriótica entre 1941 y 1945. Al mismo tiempo, borra de la historia la contribución crucial de los propios ucranianos para la victoria en esa guerra. Solo un olvido tan intencionado podría permitir a Putin, nacido en la antigua Leningrado, infligir a Járkov, Mariúpol, Kiev y Mykolaiv un asedio como el que devastó su lugar de nacimiento en 1941-1944.
Después de 1991, los políticos rusos aprendieron rápidamente de Occidente cómo gobernar mediante la propaganda. La campaña de 2012 para restablecer los “lazos espirituales”, de la que se burlaban los sofisticados de las grandes ciudades, estaba tan orientada a los grupos clave según las encuestas como cualquier cosa ideada por el estratega político británico y artífice del Brexit Dominic Cummings. Se dirigía a quienes sentían que la globalización les había dejado atrás, cuando incluso los productos fabricados en Rusia procedían a menudo de fábricas propiedad de empresas internacionales: Danone, Ford, Ikea, Heineken.
Cuando Putin empezó a hablar de la unidad histórica de Rusia y Ucrania en la primavera de 2014, esto también pareció un recurso oportuno, un intento de justificar post factum la improvisada anexión de Crimea. Una vez pasado el primer aniversario de la anexión, la retórica fue apagándose. Pero en el verano de 2021, el discurso de Putin sobre la “unidad histórica” resurgió muy en serio. Las protestas electorales de 2020 en Bielorrusia parecen haber sido un factor determinante. Si eso pudo ocurrir en un país cuya lealtad a Rusia parecía absoluta, ¿dónde podrían operar después los “poderes externos” (Putin no cree en la disidencia sin ellos)?
La primera dificultad para resolver “el problema Putin” es, pues, que éste está decidido a derrotar y purgar a la Ucrania independiente. Las conversaciones de paz han sido una iteración de certezas por parte de los delegados rusos, fijados en su posición de no compromiso. Un ejemplo de ello es Vladímir Medinski, que fue ministro de Cultura y es un ideólogo del supremacismo ruso apoyado en la distorsión de la historia.
Es tentador pensar que si Putin y sus aliados desaparecieran habría una solución racional. Sin embargo, grandes sectores de la población siguen apoyando a Putin: los que comparten sus prejuicios sobre Ucrania, los que están convencidos de que Occidente busca destruir a Rusia, aquellos para los que las cosas han mejorado desde 1991, los que temen que las cosas puedan empeorar.
Putin no es un problema de fácil solución. Pero concentrémonos en lo que podríamos lograr. He aquí una lista breve e imperfecta:
–Impulsar conversaciones de paz adecuadas, acompañadas de un alto el fuego total, y con la participación de observadores de confianza para ambas partes. A medida que la guerra se prolonga, las bajas aumentan y los costes económicos empiezan a hacerse notar, podría haber un cambio de opinión en el lado ruso. Incluso ahora ya hay algunas señales de desunión en la cúpula del poder.
–Escuchar a las voces de la región. Un buen punto de partida es el ensayo del activista e historiador ucraniano Taras Bilous, A Letter to the Western Left from Kyiv (Una carta desde Kiev a la izquierda de Occidente), publicado recientemente en el medio progresista openDemocracy, que corrige muchos de los clichés presentes en los medios de comunicación británicos sobre las insuperables divisiones lingüísticas, culturales, históricas y geográficas y la influencia de la extrema derecha.
–Reconocer los esfuerzos, con su gran coste personal, de los rusos que se oponen a la guerra: los manifestantes expuestos a la violencia policial, los artistas y administradores que renuncian a sus puestos de trabajo, los sacerdotes que hablan en sus sermones cuando la jerarquía calla, algunos miembros de la élite empresarial. No organizar boicots generalizados tomando la nacionalidad como criterio.
–Tampoco organizar boicots por lugar de origen. En lugar de condenar al ostracismo las obras de arte, intentar comprender la compleja historia del imperialismo ruso. La obra de Pushkin Calumniadores de Rusia (1831) decía a los críticos occidentales que la represión rusa a Polonia era un asunto de familia. Pero Matrimonio forzado (1845) de Evdokiya Rostopchina presentaba a Rusia como un marido abusivo y a Polonia una esposa desafiante, lo que provocó la indignación de Nicolás I.
–Mantener la notable efusión de apoyo a Ucrania. Asegurarse de que las caravanas mediáticas no pasen lo más rápido posible a la siguiente noticia. Después de la campaña por la “paz con honor”, debe haber una ayuda generosa de Occidente para ayudar a los ucranianos a reconstruir sus ciudades destrozadas y la democracia que tanto luchan por preservar.
En un escrito dirigido al país, la Unión Rusa de Rectores describió la decisión de Putin de embarcarse en la “operación militar” como “nacida del sufrimiento”. Cuando pienso en el sufrimiento, no veo a un hombre pequeño sentado solo al final de una larga mesa. Veo a personas refugiadas en sótanos y estaciones de metro, separadas de sus seres queridos y de sus amigos, o huyendo de sus casas bajo los disparos.
Una amiga ucraniana, crítica literaria de gran talento, cogió un libro antes de huir de Kiev junto a su marido. Más tarde descubrió que se trataba de El ruido y la furia. No podría ir mejor con el estado de ánimo de los opositores a la guerra, que son elocuentes en su indignación. Tal vez Tolstoi tenía razón después de todo: son los aparentemente poderosos los que carecen de una humanidad plena y no aquellos a quienes intentan dañar.
“Cerrar todo contacto no hará más que confirmar la narrativa de Putin de que Occidente quiere destruir a Rusia”
Ruth Deyermond es profesora titular de seguridad postsoviética en el Departamento de Estudios de Guerra del King's College de Londres
Aunque la guerra de Rusia contra Ucrania comenzó hace un mes, el debate sobre lo que vendrá después ya ha llegado.
Hasta ahora, la guerra parece estar yendo muy mal para Rusia. Sus suposiciones sobre el país que eligió invadir han quedado expuestas como fatalmente erróneas; años de costosas reformas militares no han logrado producir un ejército capaz de luchar eficazmente en una guerra elegida; y ha tenido que negar haber pedido al Gobierno chino que alimente y arme a sus tropas.
A pesar de esta letanía de humillaciones, la fuerza relativa de las fuerzas armadas rusas hace que no se pueda descartar que Rusia consiga la victoria militar. Probablemente habrá una resistencia sostenida, lo que obligaría a Rusia a elegir entre agotar su economía y sus capacidades militares, catastróficamente dañadas, en una ocupación de extensión indefinida, o retirarse. A menos que se levanten las sanciones, sus relaciones comerciales y diplomáticas más importantes —sobre todo, con China— se inclinarán a favor de sus socios, que podrán tratar con Rusia en condiciones mucho más favorables que en el pasado.
Pase lo que pase en Ucrania, parece probable que Putin siga en el poder en el futuro próximo. Nada en su comportamiento a lo largo de la última década ha indicado que esté dispuesto a abandonar el poder por voluntad propia, y parece poco probable que quienes están en la mejor posición para destituirlo lo hagan, entre otras cosas porque ellos mismos están estrechamente vinculados a Putin y sus crímenes.
Esto plantea la cuestión de cómo responden los Estados occidentales a una Rusia dirigida por Putin y cómo organizan sus relaciones entre sí. En primer lugar, la UE, Reino Unido y Estados Unidos deben reconocer que no hay vuelta atrás al mundo anterior a febrero de 2022. En cuestiones de estabilidad estratégica, cooperación, seguridad energética e indulgencia hacia el dinero de los oligarcas que ha corrompido su política, tiene que haber compromiso con un cambio para siempre.
Algo de esto ya está ocurriendo, pero habrá presiones de otros gobiernos, de lobistas de diversa índole y de la opinión pública en una época donde el coste de vida va en aumento, para deshacer muchos de los cambios recientes lo antes posible, en especial en lo que a las sanciones se refiere. Esto sería un error, entre otras cosas porque es probable que Putin lo vea como una confirmación más de la debilidad y la desunión de Occidente, un supuesto de larga data en su política exterior y uno de los factores que parece haberlo conducido a su enorme error de cálculo en Ucrania.
Los Estados occidentales también tienen que reconocer sus propios errores de juicio tanto en lo respectivo a su relación con Rusia como a la importancia internacional de las relaciones de Rusia con sus vecinos postsoviéticos. En los 30 años transcurridos desde el colapso de la URSS, Estados Unidos, Reino Unido y otros países han tratado a Rusia como poco más que un irritante obstáculo para seguir adelante con asuntos más serios de la política mundial en Oriente Medio o Asia oriental. A su vez, algunos Estados europeos han dado clara prioridad a las relaciones energéticas con Rusia por encima de los interrogantes sobre el rumbo de la política exterior rusa.
Como resultado, y debido a la vergonzosa idea de que lo que estaba ocurriendo en Ucrania, Bielorrusia o el Cáucaso Meridional no resultaba una preocupación importante para Europa ni para Estados Unidos, no respondieron adecuadamente a la primera oleada de agresiones rusas contra Ucrania en 2014, ni pensaron con suficiente seriedad en las implicaciones para la seguridad europea en general.
Esas implicaciones no deben ser subestimadas. La reacción a la guerra en Ucrania ha demostrado que, a pesar de las repetidas afirmaciones de las dos últimas décadas, solo ahora se ha trazado un verdadero límite en la era post-Guerra Fría. Por primera vez desde finales de la década de los 80, los Estados occidentales se ven obligados a enfrentarse al hecho de que una guerra europea de mayor alcance es posible (aunque todavía poco probable) y que implicaría un conflicto entre Estados con armas nucleares.
Probablemente, el aspecto más importante sea el control de las armas nucleares. El debate occidental sobre una zona de exclusión aérea y las incendiarias, aunque vagas, amenazas del Gobierno ruso sobre las armas nucleares son un alarmante recordatorio de la amenaza de escalada entre las superpotencias nucleares; una amenaza que muchos parecían haber olvidado o desestimado. Por muy hostiles que sean las relaciones entre Rusia y Occidente, es necesario mantener el diálogo sobre cuestiones nucleares.
Del mismo modo, un cierto nivel de contacto diplomático continuo de militar a militar para discutir otras cuestiones seguirá siendo importante. Más importante, de hecho, de lo que ha sido en períodos de mejores relaciones. Los canales de comunicación entre militares son importantes para reducir el riesgo de errores de cálculo, incluso cuando es poco probable que construyan mucha confianza entre sí.
Por último, Occidente tendrá que reflexionar sobre cómo intenta relacionarse con la sociedad rusa. Cerrar todo contacto no hará más que confirmar la narrativa de Putin de que Occidente quiere destruir a Rusia. Los Estados deben mantener sus puertas abiertas a los rusos que quieran estudiar o visitar, así como a los que escapan de la represión.
Nada de esto será fácil, y gran parte de ello puede chocar con las presiones internas, los anhelos y las divisiones dentro de la UE y la OTAN. Pero la seguridad futura de Europa y Estados Unidos depende de que reconozcamos que nos encontramos en un momento de grave peligro y que estamos todos juntos en esto